mayo 18, 2011

Los contrahechos

In the old days, if someone had a secret they didn't want to share... you know what they did?... They went up a mountain, found a tree, carved a hole in it, and whispered the secret into the hole. Then they covered it with mud. And leave the secret there forever.
Chow Mo-Wan, In the mood for love
A veces alguien me cuenta un secreto, a veces ese secreto se siente como la larva de una avispa, de esas que se comen al huésped y luego re-arreglan su cromatina y las personas dicen "mira, está en metamorfósis" y luego una avispa brillante y nueva sale al mundo.
La gente no siempre está preparada para recibir nuestros secretos, ni nosotros para depositar esa larva incandescente en el cráneo de quienes nos rodean. Sin embargo lo hacemos, es más grande el impulso por acortar distancias, es más grande la necesidad de pedir refugio, comprensión o como una torpe, si, muy torpe muestra de afecto.
Pocos, muy pocos son los que pueden lidiar con ellos, y en algún momento la incomodidad de "eso que solo tu sabes" nubla la vista y oprime en el pecho.
Tal vez solo me pase a mi, y el mundo pueda lidiar bien con ser depositario de los secretos. Tal vez es solo reflejo de la oscura cara que no muestro y que me pesa. Todos los secretos que me han contado han modelado el rostro de mi relación con el mundo; tienen sabores y colores peculiares, aunque muchos estén aderezados con lágrimas o sangre.
Divago, divago mucho hoy, el peso de muchos secretos me oprime.
Mis secretos, esos no suelo enviarlos al mundo, poquitísimas personas los conocen. Tal vez menos aún los comprendan. Sujetos que bajo ninguna circunstancia se reunirán en una habitación, que jamás intercambiarán palabra alguna y que muchas veces negarán conocerme. Secretos contados a quienes no podrán preguntar ya más nada; los eximo de la molestia de verme y mirar una escena que no contemplaron más que en su imaginación.
También hay quienes me sostiene la mirada, me dicen "esta es mi historia" y dejan de verme fragmentada, dejan de ver las cicatrices y las marcas y las quemaduras de cigarro límbicas y exploran esa oscuridad y me dan rutas nuevas para explorarlos, para explorarme y sonríen y dicen "somos los contrahechos".

mayo 13, 2011

en el camino andamos

Siempre he dicho que odio los autos, que solo saben hacer tráfico y hacen complicado todo. Siempre estoy recordándoles a todos mis amigos automovilistas que es más bella la vida sin tener que preocuparte por dónde estacionar, compra gas o cómo evitar a los franeleros y otros advenedizos.
Caminando llego sin problema del punto A al B, y he logrado evitar los horarios pico en metrobus, metro y autobus. Sacar tarjeta uno, dos o tres, ingresar al transporte, transbordar, caminar, todo con comodidad y eficacia.
En los congresos internacionales soy de las que esbozan una sonrisa de ternura hacia aquellos que desconcertados miran las líneas del tren y las siguen con un dedo tembloroso. El metro de París y el de Berlín o Washington no representan mayor reto que ir de Copilco a Constitución de 1917.
Toda esta independencia automovilística se ve resquebrajada hasta sus cimientos gracias a un solo individuo en el mundo: mi padre.
Mi padre y yo amamos el camino de la misma manera que odiamos el tráfico, el calor o la estupidez humana. Los momentos de mayor intimidad paterno filial se han dado en una carretera, en un embotellamiento, en la recta veloz que cada vez escasea más. Podemos pasar días enteros en conversaciones superfluas, en observaciones irrelevantes, hasta que de repente se presenta la ocasión dorada y nos lanzamos a la carretera.
Disfruto los autos, platicamos de clásicos, jugamos carreras con los del transporte público, grito, pataleo, me río y disfruto del camino; me pongo seria y le digo que no se qué estoy haciendo, que no se qué rumbo estoy tomando, y el escucha, me escucha con toda la paciencia del mundo y me dice algo que se siente venido desde las entrañas de la tierra, me tranquiliza o me aconseja, nunca me juzga.
Y se ríe conmigo, y yo solo quiero abrazarlo y darle las gracias por ser un tipazo, por respetar mis decisiones, por todo ese ingenio, por la sabiduría cotidiana, y yo le doy las gracias al camino y dejo de odiar los autos.

mayo 10, 2011

B5

Mis alumnas sonríen cada vez que necesito comenzar a explicar una idea, generalmente sobre sus proyectos de tesis, porque estiro la mano y busco un papel, tomo alguno de los portaminas que siempre me acompañan y comienzo a escribir, y así, voy tejiendo en el papel lo que en mi cabeza solo se ve en imágenes. Necesito papel para hablar. ¿Te conté alguna vez porqué solo uso hojas B5?
En la universidad ya usaba libretillas de formato pequeño, nada más grande que un B5; siempre me pareció que las ideas merecían un lugar menos rígido para poder hospedarse. Puedes llamarme eidética cuantas veces quieras. Me gustaba llenarlas hasta los bordes, escribir con tintas negra, roja, verde y azul.
Cuando tengo ante mi una hoja tamaño carta siento que debo empezar a escribir con un "A quién corresponda" y terminar cada página con un "por su atención, mil gracias; reciba usted un cordial saludo". Las hojas más pequeñas me resultan inadecuadas para trabajar o escribirte, siento que las ideas se fragmentan, que viven con demasiada ligereza y que no se puede vencer la tentación de arrancarlas una a una y repartirlas en notitas de "vine y no estabas, te dejo el suéter con el portero" y "métete a esa jodida indecisión por el culo".
El tamaño, finalmente, si importa.

Ecosistema emocional

Antes de que el bosque, de que la Selva Negra más específicamente me enamoraran, otra selva rugía en mi pecho.
El calor de media tarde es el mejor pretexto para perderme en el jardín, para caminar descalza sobre el pasto y esperar al crepúsculo tibio, vestido con sus abalorios de murciélagos y grillos. El cafetal me ofreció sus frutos, tuve que arrodillarme para alcanzarlos todos, y allí, frente a él, oliendo la tierra que huele a sábanas revueltas por el sexo y frente a las raíces retorcidas, la salva me llamó.
El recuerdo reptó y se enroscó en mi columna; la selva, la humedad, la melancolía sensual de sus noches. Una vez más estaba allí, esa primera noche en dónde la selva me acogió con sus cantos de ranas y gritos de murciélagos y su correr de agua y sus murmullos de pantera agazapada piel adentro. Diez, tal vez doce años han pasado.
Mi aroma personal es cómo el olor de la selva; me has dicho que huelo a vainilla, a veces me dices que tengo en la piel el olor de las naranjas dulces, te reías cuando te decía, interlocutor callado, que después de sacrificar a un animal olía a sangre, a hierro y a muerte. Me dijiste una vez que olía a tierra mojada, y que después de llorar olía a desolación. Todas, notas de selva.
Cuando la baya del café está maduro, basta oprimir un poco para que reviente entre los dedos y expulse la semilla; esta debe limpiarse de una capa protectora más antes de tostarse. Cuando la semilla se tuesta descubre todos los colores del cafetal antes de finalmente adquirir ese negro brillante y explote en sabor y aroma y así con ese registro sensorial, pueda evocarte.
Mi corazón se fractura entre el bosque y la selva.