El veintidós tiene color azul-verdoso. Pasé los últimos veintidós de cada mes con un vaso de ajenjo, bebiéndome el veintidós, bebiéndome lágrimas de tristeza y de risa (de esas lágrimas que oscilan entre una y otra, que no permiten distinguir estados, que son lo mismo que una carcajada en el rostro cansado que se exhibe a diario en el espejo).
Veintidós y mis tacones se arrastran por caminos harto conocidos, asqueados de los mismos pasos que suenan a marcha patibularia.
Me gustan los números capicúa, me gusta jugar con el orden de las cosas. Primero, segundo, tercero, primero, vigesimocuarto, segundo, trigésimotercero, así a veces suenan los capítulos de una historia que intento re-hacer frente al analista. Me gusta jugar con el orden, te mueres, revives, te mato, nos morimos, te encuentro, te conozco... veintidós, veintidós, veintidós.
El veintidós también sabe a tabaco, a mezcal, a tinta, a sal de mar, a sal de lágrimas, y al final, tiene un gustito tímido a humedad; todo junto, monumental en mi boca.
Juego a escribir otras palabras en vez de las que había destinado para escribir hoy. Escapo a mi refugio en dónde siempre son las once de la noche y puedo traer al presente todo lo que desee. Hoy traje un fragmento de sinestesia pasado por mis obsesiones capicúas.
Puedo darte las buenas noches, oliendo a humedad y sal, vestida como siempre, de verde.
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