Todo acaba pasando. La diferencia es que ahora puedo expresar eso que pasa, no sobre la sacudida en los músculos distales y el vértigo sino en ese extraño vaciamiento que ocurre a través del cuerpo herido; el cuerpo que arde, punza, ebulle, supura, sangra, el cuerpo doliente y que duele.
Infancia es destino, y nunca aprendí a exorcizar a ese fantasma que llaman dolor emocional. Las palabras no me alcanzaban y ahora no se me hacen suficientemente precisas; hecho mano a mi lengua secreta para darles localización y forma, y dimensión y temporalidad. Necesito del cuerpo, de ese momento en que el cuerpo duele, de esa breve llaga, de la ubicua fiebre, de la garganta que se desgarra, del dolor que suena como timbales y tambores para vaciarme de la pena de las pérdidas y de la vergüenza de las derrotas.
Después, esa misma herida amanece como si hubiera pasado por el mejor sueño reparador, purificada por lágrimas y sollozos. Entiendo entonces que efectivamente que lo que te lastima, también te hace más fuerte.
Porto con orgullo todas mis cicatrices.