Caminando llego sin problema del punto A al B, y he logrado evitar los horarios pico en metrobus, metro y autobus. Sacar tarjeta uno, dos o tres, ingresar al transporte, transbordar, caminar, todo con comodidad y eficacia.
En los congresos internacionales soy de las que esbozan una sonrisa de ternura hacia aquellos que desconcertados miran las líneas del tren y las siguen con un dedo tembloroso. El metro de París y el de Berlín o Washington no representan mayor reto que ir de Copilco a Constitución de 1917.
Toda esta independencia automovilística se ve resquebrajada hasta sus cimientos gracias a un solo individuo en el mundo: mi padre.
Mi padre y yo amamos el camino de la misma manera que odiamos el tráfico, el calor o la estupidez humana. Los momentos de mayor intimidad paterno filial se han dado en una carretera, en un embotellamiento, en la recta veloz que cada vez escasea más. Podemos pasar días enteros en conversaciones superfluas, en observaciones irrelevantes, hasta que de repente se presenta la ocasión dorada y nos lanzamos a la carretera.
Disfruto los autos, platicamos de clásicos, jugamos carreras con los del transporte público, grito, pataleo, me río y disfruto del camino; me pongo seria y le digo que no se qué estoy haciendo, que no se qué rumbo estoy tomando, y el escucha, me escucha con toda la paciencia del mundo y me dice algo que se siente venido desde las entrañas de la tierra, me tranquiliza o me aconseja, nunca me juzga.
Y se ríe conmigo, y yo solo quiero abrazarlo y darle las gracias por ser un tipazo, por respetar mis decisiones, por todo ese ingenio, por la sabiduría cotidiana, y yo le doy las gracias al camino y dejo de odiar los autos.
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