mayo 10, 2011

Ecosistema emocional

Antes de que el bosque, de que la Selva Negra más específicamente me enamoraran, otra selva rugía en mi pecho.
El calor de media tarde es el mejor pretexto para perderme en el jardín, para caminar descalza sobre el pasto y esperar al crepúsculo tibio, vestido con sus abalorios de murciélagos y grillos. El cafetal me ofreció sus frutos, tuve que arrodillarme para alcanzarlos todos, y allí, frente a él, oliendo la tierra que huele a sábanas revueltas por el sexo y frente a las raíces retorcidas, la salva me llamó.
El recuerdo reptó y se enroscó en mi columna; la selva, la humedad, la melancolía sensual de sus noches. Una vez más estaba allí, esa primera noche en dónde la selva me acogió con sus cantos de ranas y gritos de murciélagos y su correr de agua y sus murmullos de pantera agazapada piel adentro. Diez, tal vez doce años han pasado.
Mi aroma personal es cómo el olor de la selva; me has dicho que huelo a vainilla, a veces me dices que tengo en la piel el olor de las naranjas dulces, te reías cuando te decía, interlocutor callado, que después de sacrificar a un animal olía a sangre, a hierro y a muerte. Me dijiste una vez que olía a tierra mojada, y que después de llorar olía a desolación. Todas, notas de selva.
Cuando la baya del café está maduro, basta oprimir un poco para que reviente entre los dedos y expulse la semilla; esta debe limpiarse de una capa protectora más antes de tostarse. Cuando la semilla se tuesta descubre todos los colores del cafetal antes de finalmente adquirir ese negro brillante y explote en sabor y aroma y así con ese registro sensorial, pueda evocarte.
Mi corazón se fractura entre el bosque y la selva.

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