El calor de media tarde es el mejor pretexto para perderme en el jardín, para caminar descalza sobre el pasto y esperar al crepúsculo tibio, vestido con sus abalorios de murciélagos y grillos. El cafetal me ofreció sus frutos, tuve que arrodillarme para alcanzarlos todos, y allí, frente a él, oliendo la tierra que huele a sábanas revueltas por el sexo y frente a las raíces retorcidas, la salva me llamó.
El recuerdo reptó y se enroscó en mi columna; la selva, la humedad, la melancolía sensual de sus noches. Una vez más estaba allí, esa primera noche en dónde la selva me acogió con sus cantos de ranas y gritos de murciélagos y su correr de agua y sus murmullos de pantera agazapada piel adentro. Diez, tal vez doce años han pasado.
Mi aroma personal es cómo el olor de la selva; me has dicho que huelo a vainilla, a veces me dices que tengo en la piel el olor de las naranjas dulces, te reías cuando te decía, interlocutor callado, que después de sacrificar a un animal olía a sangre, a hierro y a muerte. Me dijiste una vez que olía a tierra mojada, y que después de llorar olía a desolación. Todas, notas de selva.
Cuando la baya del café está maduro, basta oprimir un poco para que reviente entre los dedos y expulse la semilla; esta debe limpiarse de una capa protectora más antes de tostarse. Cuando la semilla se tuesta descubre todos los colores del cafetal antes de finalmente adquirir ese negro brillante y explote en sabor y aroma y así con ese registro sensorial, pueda evocarte.
Mi corazón se fractura entre el bosque y la selva.
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