Soy adicta a los hombres que caen en los conjuntos "mal hombre", "no mata ratas" y "patán caballero" (tengo que darle crédito a Miss Pelagra, aka Sandrinne y a MP por tan bellos nombres). En mi cabeza suelo re-nombrarlos como "guardianes de la cultura".
Mis guardianes de la cultura pueden sobrevivir cotidianamente sin ayuda de mujeres, tienen la necesidad de sentirse "protectores" aunque sea a mi a la que le toque espantar a la abeja, quitar el ratón muerto, colocarme del lado de la barandilla; han leído a Simone de Beauvoir, aman la ópera, saben tocar al menos un instrumento, cantan, me cantan, saben arrullarme; leen mucho, están mucho tiempo solos, me acompañan al médico, viajan, compran vajillas, leen a Cioran, a Darwin, a Rilke, aman a sus mascotas, arreglan todo con cinta adhesiva y alambres de bolsa de pan.
Son irresistibles a simple vista, cuando te acercas te das cuenta de las grietas en su edificio de perfección. Se vanaglorian de su inteligencia, de creer entender las cosas mejor que los demás, señalan, juzgan, voltean a ver si alguien los mira con desafío -inventadas injurias, el niño lastimado exige que otro hombre pague por las faltas-, creen que alguien se burla de ellos, sienten que deben demostrar que son mejores que sus contemporáneos. Se que es momento de despedirse cuando comienzan a hablar de su imperfección, cuando se derrumban aunque sea por un instante. No quieren testigos, quieren admiradores. Les dije que les quería pero en realidad los amaba, los amo, y se que saber todo esto y no hacer nada para cambiarlo me hace una cobarde.
Todo mundo me dice que mis gustos son excéntricos, poco atinados, qué saben ellos de lo que pasa cuando te encuentras con alguien que no tiene nada que perder y un poquitín de miedo por algunos bichines.
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