Durante algunos años fui experta en los saltos mortales. También en los saltos morales. Viajaba por el mundo enfundada en la armadura más hermosa que pude construirme, repelía de tal forma el contacto con el mundo de los afectos que decidí jamás quitármela. Ni siquiera cuando llego el Señor del Tiempo, quién a recientes fechas decidí matarlo y bailar danzas de victoria sobre su imperfectamente perfecto cadáver. Tampoco me la quité cuando arribó la Señora del Negro con su corte de amantes de alquiler y su perfecta historia de tragedias. Al contrario, me regalaron escamas de dragón y destilados venenosos para adornarme; jamás me sentí más hermosa.
El Señor del Tiempo me nombró caballero desde el primer beso, en los tiempos en los que aun soñaba con ser princesa, cuando era muy joven y me enganchaba en todo absurdo reto que cruzara mi campo visual; me besó y me dijo "eres un peligro para mi, tienes una espada". Creo que ese fue el principio de la locura declarada, el lanzamiento al mundo paralelo, la rasgadura en lo real que me llevó al mundo de los Señores y los Caballeros, y también, la frase que selló mi armadura. El Señor del Tiempo, hermoso solo como amor no consumado, monstruoso en esencia, terrible como personaje de cuento.
La Señora del Negro, banshee, hechicera, asesina confesa, esquizofreinizante hasta el último de sus dorados cabellos, de sus deliciosos ojos, de sus incomparables labios. Confidente de todos mis secretos, juez de todos mis amantes, narradora de mi cotidiano, artífice de mi gloriosa caída y guardiana de mi Infierno Personal. Me regaló todos los nombres que pueden verse tatuados entre mis costillas en la precisa luz de la mañana, esos contrahechos poemas de amor que constituyen el listado de mis manías y de mis inconfesables actos; me regaló los nombres que describen con dolorosa precisión mi rostro de destrucción y decadencia. Así nació la Señora de la Decadencia.
La Señora de la Decadencia fue mi rostro durante muchos años; armada y agresiva, esquiva y violenta. Creía protegerme del abandono, en sus helados brazos me transportó como a una niña, creía cuidarme pero le mataba de inanición y frío. La Señora de la Decadencia es la que contestaba con aullidos de guerra a los llamados de camaradería, es la que destrozó a mis amorosas cajas de resonancia. Dejé de sentir, mi piel era fría y mis ojos jamás expresaron tanta tristeza (lo recuerdas banshee, tu amada princesa de ojos tristes, la que soñabas que se ahogaba en el mar).
Quiero que esta sea la última vez que aquí los nombre, Señores, enterrarlos en el Olvido Colectivo, no tengo un borrador escrito de estas líneas. Se van y no se van, porque son ya parte del entramado de mi carne, hilos coloridos en la memoria; se van porque llegó su momento, porque nombrarte, Señor del Tiempo, Polaris, es tarea que consume presente que no estoy dispuesta a darte; se van, Señora del Negro, porque así eres siempre mía, siempre hermosa y siempre inofensiva.
Quiero aprender a aullar, morder y retozar oportunamente; correr sin la armadura, guardar en su funda la espada y no usarla como extensión de mis pensamientos y brazos. Mis pasos torpes ahuyentan a quienes amo, paciencia. Mis palabras sombrías, asustan a quienes me oyen, paciencia. Sostengo entre los dientes lo que amo, como un lobo transportando a sus cachorros, soy como una madre primeriza que antes de cargar esperanzas destrozaba cráneos, paciencia.